La fiesta de los gusanos
Tengo una rara enfermedad. No por eso soy raro o no sé. Tengo, tuve, tenía, tendría, tendré. No sé tantas cosas. Aunque sé contar y escribir y con eso basta. Estoy enfermo. Estoy, estuve, estaba, estaría, estaré. Mis ojos son uvas. Mis dientes amanecen con un espeso almíbar rojo. La mitad de mi cuerpo se come a la otra mitad. Dentro de mí hay una batalla similar a la de Troya con caballo de madera y astucia virulenta. Ale, mi hermano gemelo, dice que íbamos a ser tres, pero que algo salió mal, algo como Frankenstein, supongo. Una salpicadura de sangre por dentro que Ale no tenía alarmó a los médicos. Los costurones en mi cuerpo hicieron que Ale y yo nos dejáramos de parecer. Un lápiz enterrado en mi corazón de conejo desahuciado me hizo desistir de meter las manos al sol por mi cruel hermano que ya no me dejaron ver. Fuimos uno, Alejandro y Arturo separados por el rayo de nuestro nacimiento.
Eres demasiado tonto para vivir, me dijo Ale delante de una enfermera chismosa. Ale me leía cuentos de Nellie Campobello y arrancaba las hojas del libro para hacer aviones y arrojarlos por las ventanas del hospital por el que, me lo prometió, aventaría también mis huesos. Ya nadie nos cree que somos gemelos. Fuimos gemelos, reparaba Ale ante la incredulidad de los curiosos.
Me daban medicina con tecnología de punta. Yo masticaba las pastillas y aguantaba las inyecciones. Tu valentía no tiene límites, me conmueve, ha dicho papá y mamá se ha limitado a llorar en silencio. Qué bueno que ya se acabó, ya deben estar descansando. El sol de Dallas no es como el sol de Juárez, éste es más languso, parecía estarme pegando todo el día en los ojos hasta dejármelos morados. Ale dijo que un día mis ojos hinchados y tersos serían pasas negras y que de ellos saldría un par de árboles gemelos. Aunque mamá le gritó a Ale que se callara y dejara de decir barrabasadas, era cierto. Las semillas bostezan en mis ojos que se han oscurecido por el sueño. Cuando me dormí escuché a Ale decirme que eso me había pasado por tonto y que me odiaba con todo su corazón de conejo saludable por dejarlo solo. Así estuvo un rato, picando mis dedos con un lápiz para que me despertara. Me dejó en paz cuando me metieron, dormido, a una caja. Ale me dijo adiós con la mano y dibujó en su boca la palabra tonto. Las palabras que se fingen y no se pronuncian son hermanas gemelas de las que sí se dicen.
Ahora estoy en Gómez Palacio como a ocho cientos kilómetros de mi casa. La caja de madera en la que me echaron en un embarcadero de la Aduana se perdió durante cinco días. El señor que me trajo se extravió. Mi mamá debe estar desesperada y papá buscándome en un cerro de papeles del tamaño del cerro bola. Y Ale sorprendido de que, en mi estado, me
haya logrado haber perdido. No soy tan tonto. Tengo el corazón de conejo desahuciado en la boca como un vomito dulce. Tengo la cabeza despellejada y los ojos reventados por el calor. Los gusanos hicieron fiesta en mi cuerpo. Estoy contento, tonto, pero contento.